Como otros ciudadanos, Andrés Manuel López
Obrador es un hombre que ejerce su libertad y en el uso de ésta, ha adoptado
una decisión que —no podría ser de otra manera— es plenamente respetable.
Andrés Manuel es una persona de gran experiencia en la política y tal decisión
fue, con seguridad, largamente ponderada.
Hacer, como es su propósito, del Movimiento
de Regeneración Nacional (Morena) un partido político, no nos hace
necesariamente antagónicos en el acontecer político. Para López Obrador, para
Morena y para el PRD, los contrincantes principales son otros y están ubicados
en la oligarquía económica, en la derecha incrustada en el PRI y el PAN, en
otras formaciones partidistas y en sectores reaccionarios y conservadores que
actúan en la visa social y política del país. Yo considero que aun trabajando
en partidos diferentes tenemos, así lo entiendo, muchas coincidencias que
debemos localizar claramente para que en determinadas circunstancias podamos
actuar de manera conjunta, procurando alcanzar objetivos que son en
beneficio del país y que nos son comunes.
Sin embargo, también creo que es inútil y
además equivocado, tratar de ocultar dentro de la izquierda, diferencias
programáticas, conceptuales y de línea política. Esas diferencias han hecho que
el conjunto del movimiento progresista y en particular el PRD, aparezcamos ante
la ciudadanía con comportamientos y posicionamientos no sólo diferentes sino
incluso encontrados. Reconozcamos que la izquierda tiene, ante algunos sectores
de la sociedad, una imagen de dispersión y frecuentemente nos mostramos con
ambigüedad, con “personalidad indefinida” o incluso con fuertes diferencias, lo
que causa confusión y enfado entre los ciudadanos.
En no pocas ocasiones, sobre
algún tema importante, una es la posición de AMLO, otra la del PT o Movimiento
Ciudadano y otras —diferentes en sí mismas— las del PRD. Esta situación, la de
un comportamiento político incierto, disociado y reflejando “personalidades
varias” es a la que algunos compañeros nos referimos como “esquizofrenia
política”, y a eso mismo responde el respetuoso llamado a terminar con tal
“padecimiento” dentro del PRD.
El encuentro urgente de la izquierda
mexicana, del PRD en particular, con una clara y definitoria identidad política
y programática no contradice en nada a la indispensable y necesaria libertad de
pensamiento de sus militantes ni atenta con la rica pluralidad de ideas que
florece en su interior; al contrario, una parte de la clara y notoria identidad
que buscamos, se encuentra en la libertad, en la democracia que acepta la
decisión de la mayoría pero que respeta los derechos de la minoría, en la
tolerancia, en la paz y en el respeto a la ley, en la igualdad y la justicia
para todas y todos, valores estos que son intrínsecos a una izquierda
progresista como la que México necesita.
En la justa valoración a esos principios,
es desde donde la izquierda perredista debe afianzar una nueva y sólida
identidad, un nuevo programa y una línea política que aplicada con eficacia y
de manera homogénea le permita sumar adeptos, crecer en todo el territorio
nacional, ganar en la competencia electoral, vencer en el debate y la
confrontación de las ideas, para, finalmente, convertirse en opción real de
gobierno.
La izquierda que el país necesita, debe
adoptar un programa y una propuesta para el México del siglo XXI y ello implica
necesariamente alejarse definitivamente tanto del anacrónico nacionalismo
revolucionario priista, como del neoliberalismo conservador y de derecha, pero
además, despojarse de los populismos caudillistas tan frecuentes en América
Latina, así como de los dogmas de aquel socialismo dictatorial y ciertamente
ineficaz en la lucha contra la injusticia y la desigualdad.
La izquierda que México necesita debe, de
una vez por todas, rechazar la idea de la violencia como partera de la historia;
rechazar la concepción de que la ley es un obstáculo al que debemos brincar
para lograr nuestros objetivos; rechazar toda visión de estatismo absolutista,
de poder concentrado, de culto a la personalidad, de presidencialismo
omnipotente. Debemos deshacernos ya de aquel determinismo histórico, ese que
como si credo religioso fuera, nos “condenaba a la victoria” y nos “aseguraba
el camino al paraíso”.
La izquierda moderna está obligada a
rechazar todo extremismo fundamentalista y (aunque sé que diré una herejía) a
la idea de que —si bien existe— la lucha de clases, es el motor único e
indubitable de cualquier cambio social.
Si no nos desprendemos ahora de esas
pesadas cargas, de esos dogmas, de esas visiones fundamentalistas, la izquierda
mexicana no podrá entenderse ante la sociedad —y ni siquiera a sí misma— como
alternativa de gobierno y de nuevo poder democrático.
Jesús Ortega
Martínez*
*Ex
presidente del PRD
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