Cada primero de
septiembre, desde hace cinco años, se reúne el Congreso General --la máxima
expresión del Poder Legislativo-- con el único objeto de servir de oficialía de
partes al mensajero del presidente de la República. Lo acabamos de vivir.
El Poder Ejecutivo, nos
dice el artículo 80, es unipersonal. Se deposita únicamente en su titular. Sin
embargo, éste se da el lujo incluso de enviarnos a un propio. Se llevaron el
show, pero eso sí, nos dejaron el boato.
Las dudas que se
desprenden son obvias. Este Congreso, ninguneado de inicio, ¿está en condiciones de hacer las grandes
reformas y transformaciones que requiere México? ¿Podrá darle un nuevo diseño
institucional a la República? ¿Tendrá los tamaños para enfrentar a los poderes
fácticos y ponerle coto a los monopolios? ¿Podrá vigilar al Poder Ejecutivo,
cuidar sus excesos y tener con él una relación republicana?
Nuestra apuesta es que
sí; que el Congreso mexicano estará a la altura de las circunstancias. Pero
para que eso ocurra hay que darle su lugar y su preeminencia al Poder
Legislativo; y, en el asunto del informe, como en muchos otros, la forma, vaya
que es fondo.
Por supuesto que no
vengo a abogar por el antiguo formato de la presidencia imperial, al contrario;
pero justo es decir que pasamos del suntuoso ceremonial hecho a la medida de la
megalomanía sexenal en turno, al trámite burocrático frío, gris, inocuo, con
sello de recibido.
La rendición de cuentas
brilla por su ausencia. Ya no es el día del presidente, es verdad; ahora éste
se da uno o dos días después con la misma cadena nacional de antaño, pero ahora
el Ejecutivo no se tiene que esforzar para no ver ni oír a sus opositores. El
auditorio es de amigos selectos. Un escenario inmejorable para el monólogo
autocomplaciente.
Si lo que se buscaba era
terminar con la subordinación de un poder a otro, el remedio salió peor que la
enfermedad.
La solución no era y no
es reducir el perfil del encuentro entre poderes hasta hacerlo frívolo y
pueril, sino que ésta sea una reunión republicana con un diálogo cercano y
directo que permita a los representantes populares y ciudadanos, informarse
realmente del estado que guarda la nación.
En muchos países
democráticos es práctica común que el titular del Ejecutivo, el presidente,
responsa a preguntas e incluso debata con los legisladores y lo hace porque así
cumple con su responsabilidad de rendir cuentas ante la representación popular.
Exactamente lo que ahora no tenemos.
Como es del dominio
público, a muchos mexicanos nos disgustó el fallo del Tribunal Electoral y
estamos convencidos de que no cumplió cabalmente con su responsabilidad; pero
eso no obsta para que le pidamos cuentas a quien encabeza el Poder Ejecutivo
por las políticas implementadas y por los recursos públicos utilizados.
Esa es nuestra
responsabilidad de todos y por supuesto del Congreso como órgano o instancia
del poder de la república; ejerzamos esa responsabilidad, esa facultad, a
plenitud.
La reforma que se
propone es sencilla pero trascendente. Se establece que el titular del
Ejecutivo acuda al Congreso General, escuche las intervenciones de los grupos
parlamentarios, exponga el estado que guarda la nación y los resultados de su
administración y luego conteste las preguntas de los legisladores. Sería, si la
reforma es aprobada, la Ley del Congreso la que regule el procedimiento.
Nada del otro mundo,
apenas un paso hacia una nueva y necesaria concepción democrática de las
instituciones del Estado y de la relación entre poderes. Pero un paso al fin
que vale la pena dar.
Sin embargo estoy
enterado de las resistencias a avanzar en esa dirección. El problema en el
fondo es que algunos, contra toda evidencia, se rehúsan a aceptar que el presidencialismo
mexicano está desahuciado, a pesar de que sus estertores son inocultables,
sueñan con la restauración del viejo régimen.
Y aunque es verdad que
se impuso o mejor dicho nos impusieron al candidato de la restauración, lo
cierto es que llegará en un escenario muy diferente al que pensaba.
En lugar de la amplia
mayoría que tanto pregonaba y anunciaba y que ponía como eje esencial de la
gobernabilidad en el país, la sociedad volvió a expresar su pluralidad. Desde
1997 ningún partido tiene la mayoría en las Cámaras. Ya es hora de que todos lo
aceptemos como una realidad no sólo inevitable, sino saludable.
El camino de la
regresión está cerrado y sería un despropósito seguir como estamos, con las
evidentes disfuncionalidades de nuestro sistema político.
El camino abierto es el
de la democracia, algo que por cierto habrá que explicarles a algunos
gobernadores.
Los conmino a que
recuperemos la vía de la transición que durante la alternancia lamentablemente
se perdió. Para eso hay que darle su lugar y estatura al Poder Legislativo.
Espero que quien antes
defendió la autonomía y jerarquía del Congreso, no vaya a querer ahora
achicarlo porque la presidencia cambio de color. Ya nos ha sucedido.
Los invito a que hagamos
del Poder Legislativo el gran motor de los cambios en el país. Eso está en
nuestras manos. De ello aspiro a convencerlos.
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